El sol en cenizas

Compuesto por cuentos donde la literatura fantástica sostiene las historias, el libro muestra una característica de la región morelense: el embrujo que por ella han sentido personajes de todos los ámbitos: políticos, artistas, guerrilleros, poetas, músicos. Como si se tratara de un espacio donde puede definirse la existencia completa, el Morelos de De Paredes se vuelve escenario, su vuelve mensaje, se vuelve artilugio donde individuos de todo el mundo se refugian para apaciguar sus ímpetus y necesidades, pero también los padecimientos de la vida. Se trata de una región donde pueden pronunciarse los dolores en voz alta y, en esa conjunción de palabras nunca antes pronunciadas, se develan los pliegues más profundos del dolor y acaso la salvación ante las heridas del tiempo.
~Xalbador García

Gustavo De Paredes es un maestro en la creación de mundos literarios con su distintivo estilo narrativo. Sus obras están impregnadas de un realismo sobre una capa especulativa que envuelve al lector en una atmósfera única y enigmática. Su prosa descriptiva y rica en detalles transporta a los lectores a épocas y lugares lejanos, mientras que su toque de humor negro añade una capa de profundidad y originalidad a sus relatos. Cada página escrita por De Paredes es una invitación a explorar lo inesperado y a descubrir las maravillas que yacen bajo la superficie de la realidad.

El fragoroso olor de la Quebrada del Churo se había vuelto cosa común para Ernesto el “Che” Guevara. Llevaba días metido en la exuberante selva boliviana, acompañado por la Guerrilla de Ñancahuazú, formada por casi una treintena de idealistas revolucionarios reluctantes a deponer las armas y levantar bandera blanca frente a los rabiosos soldados del déspota presidente René Barrientos, que los perseguían. La flora se metía por cada poro del Che y sus fieles huestes. O quizás eran ellos quienes se dejaban absorber por el húmedo verde de la vegetación, apenas tocada por los rayos plomizos del sol. A lomo puro, los insurrectos cargaban mochilas en las que ya escaseaban las vituallas y los pertrechos, y sus armas lucían desmejoradas, como si el trajín libertario que las había llevado de Cuba al Congo, y de éste a la República Checa y Bolivia, las hubiera hecho perder su buena forma.

Pese a todo, los insurgentes seguían aferrados como sanguijuelas curativas a la entelequia de acabar con la dictadura de Barrientos y luego, con sus huesos, construir la plataforma para combatir en Bolivia al “imperialismo yanqui”, que a su juicio modelaba a placer los destinos del país sudamericano.

Avanzaban cuesta arriba, a paso de paquidermo herrumbroso, y esquivaban obesas nubes de mosquitos sanguinarios. Al modo de toros de lidia en larga agonía, resoplaban con cada metro que cubrían, pues sus pies se enterraban en el fango rociado por delgados ríos de agua clara y pura, como diamantes líquidos.

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